Lo Caminado No Se Borra

Cultirica | Issue 2 | Stories

Antonella Perez Alemán

La razón por la que mi familia y yo salimos de Venezuela fue por la situación tan dura que vivíamos. Teníamos muchos problemas económicos—no había comida, no había agua, y vivir allá era cada vez más difícil. Por eso, mis padres tomaron la decisión de irse. Primero fue mi mamá, quien se fue a Colombia por dos meses, dejándonos a mi hermana y a mí con nuestra abuela.

Al principio, estar con mi abuela fue algo bonito porque ya estaba acostumbrada a ella. Pero después de un mes, comencé a sentirme extraña. No veía a mi mamá y la extrañaba muchísimo. Con el tiempo, la situación en casa se volvió más complicada: la comida era escasa, el agua se iba y la luz fallaba constantemente.

Dos meses después, nos mandaron a buscar. Mi mamá ya estaba con mis otros hermanos en Colombia, en un pueblo llamado Gachetá. Ahí vivimos por dos o tres años, pero no fue fácil. Íbamos de casa en casa porque muchos dueños no querían niños o se quejaban por el ruido. Fue una etapa muy inestable.

Cuando llegué a Colombia, sentí muchas emociones. Tenía miedo porque era un país distinto en todo sentido: el idioma, la gente, la cultura. Incluso la escuela era completamente diferente a la de Venezuela. Me tomó tiempo adaptarme. Pasamos cuatro años allí y vivimos momentos muy difíciles. Recuerdo que hubo una etapa donde no quería ir a la escuela por cómo me trataban. Me regañaban por no conocer su cultura, y constantemente me hacían sentir mal por venir de un país en crisis.

Después de un año en Colombia, llegó la pandemia del COVID-19. No podíamos salir de casa por miedo al contagio, y las clases eran virtuales. Solo teníamos un teléfono para ocho personas y no teníamos internet. Fue imposible mantenerse al día con los estudios, y poco a poco dejé de prestar atención. Cuando los casos bajaron y volvimos a las clases presenciales, todo empezó a mejorar un poco.

Un año después de la pandemia, nos mudamos a Bogotá con mi mamá. Al principio, fue emocionante. Nos quedamos en un apartamento con una sola habitación, donde dormíamos todos los hermanos, mientras mi mamá dormía en la sala. Con esfuerzo, ella logró mudarnos a un lugar más grande. Pero al poco tiempo, el dueño quiso echarnos porque los niños hacían mucho ruido. Buscar casa fue difícil porque no aceptaban niños ni perros.

Mi mamá contactó a su hermana, que vivía a tres horas de nosotros. Ella nos ayudó a encontrar un apartamento en Melgar, un pueblo pequeño y caluroso. Todo era diferente, y no logramos adaptarnos. Mi mamá no encontraba trabajo y después de tres meses, decidimos volver a Bogotá.

Ahí, nos quedamos en el apartamento de la cuñada de mi mamá, quien se regresaba a Venezuela. Fue ahí donde mi mamá tomó la decisión de viajar a Estados Unidos. Para que mi hermana y yo no estuviéramos solas, volvimos al pueblo donde habíamos llegado la primera vez en Colombia, para hablar con el padre de mis hermanos y ver si podíamos quedarnos con él. Pero mi hermana y yo decidimos que sería mejor irnos con mi mamá.

Llegó el día de despedirnos. Fue un momento muy doloroso porque nunca nos habíamos separado, y menos nosotras dos que siempre íbamos a todas partes juntas. Pero ella decidió quedarse para cuidar a nuestros hermanos, y yo me fui con mi mamá para que no viajara sola.

Así comenzó nuestro viaje hacia el “sueño americano”. Salimos desde Medellín, una ciudad hermosa, y de ahí fuimos a Necoclí. Allí, en la playa, se reunían muchas personas preparándose para cruzar la selva del Darién. Había niños pequeños, incluso bebés. Tomamos una lancha y cruzamos la playa. Al otro lado, dormimos una noche en un campamento en la selva.

La caminata por el Darién fue durísima. Al principio había risas, pero al final del primer día ya todos estábamos agotados. Caminamos durante tres días y medio. Salimos con los cuerpos adoloridos, con las piernas hinchadas, pero logramos cruzar.

De ahí pasamos por Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México. La mayoría del camino lo hicimos caminando. Al llegar a México, cruzamos la frontera por Ciudad Juárez. Ahí había muchos policías de Estados Unidos. Nos detuvieron durante dos días antes de enviarnos a un hotel en Texas, donde estuvimos otros tres días.

Después, emprendimos el viaje en autobús desde Texas hasta Minnesota. Fueron tres días más de camino. Cuando finalmente llegamos, un primo de mi mamá nos recibió. Ahora llevo tres años viviendo en Estados Unidos, con la esperanza de algún día volver a reunirme con mis hermanos.

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