Yarelis N. Naranjo
Mucha gente diría que un animal es solo un animal. Algunas personas los cuidarán, otras simplemente los tratarán mal. Pero yo tenía un animal que no era solo un animal. Era una amiga, una hermana pequeña.
Fue en marzo de 2011, hace ya 15 años, cuando mi papá trajo a casa a la pequeña Muñeca. La consiguió en Newark, Nueva Jersey, en la casa de una dulce señora cubana que vendía cachorros. Mi papá se enamoró de ella al instante. Mi mamá decidió llamarla Muñeca, en honor a un perrito que había tenido cuando era niña y cuyo nombre nunca olvidó.
Creciendo, mi vida no fue fácil. Ver a mis padres luchar con tantos problemas era doloroso. Pero ahí estaba Muñeca. No podía hablar, pero nos cuidaba como si fuera nuestra madre. Aunque nunca se llevó muy bien con mis hermanos, ella y yo teníamos un lazo especial. Siempre dormía conmigo, sobre todo cuando estaba triste o sentía que había hecho algo mal.

Todo cambió cuando nos mudamos a Minnesota hace unos cuatro años. Muñeca y yo nos volvimos más unidas que nunca. Yo tenía 14 años y no quería estar aquí; extrañaba Nueva Jersey, mi hogar. Cuatro meses después conocí a mi primer novio, y desde el principio, Muñeca supo que no era bueno para mí. Nunca le cayó bien. Era como si presintiera lo que yo no quería ver. Con el tiempo, él y yo terminamos, y entré en una etapa de mucha tristeza y depresión.
Durante esos meses oscuros, Muñeca nunca me dejó sola. Aunque yo quisiera estar aislada, ella siempre estaba ahí, ayudándome a sanar. Un año después, gracias a ella, me sentía como una persona nueva.
Un fin de semana, todo parecía normal, pero algo no estaba bien. Muñeca no quería levantarse, no comía, y no dejaba que nadie la tocara. Mis padres notaron que algo andaba mal. Al revisarla, vimos que su pancita estaba completamente morada. Pensamos que quizá se había golpeado. Al día siguiente, mi papá y yo fuimos a la tienda de mascotas a comprarle algunas cosas. La bañamos con agua tibia y vinagre de manzana, y al día siguiente, los moretones desaparecieron. Se sintió mejor y todos respiramos tranquilos… por un rato.
Semanas después, llegué de la escuela y encontré a mis padres llorando en la sala. Miré a Muñeca: otra vez tenía moretones. Esta vez, decidimos llevarla al hospital veterinario. Esperamos horas hasta que el doctor vino con los resultados. Muñeca tenía hemangiosarcoma, un tipo agresivo de cáncer. Tenía un tumor que provocaba hemorragias internas en sus pulmones y estómago, y se estaba esparciendo por todo su cuerpo.
Nos dieron dos opciones: podían operarla, pero era muy riesgoso, o podíamos dejarla ir, sin más sufrimiento. Fue una decisión dolorosa, pero no queríamos que sintiera más dolor. Estuvimos con ella en una habitación tranquila durante horas, acariciándola, hablándole, hasta que llegó el momento de despedirnos.
Días después, mi mamá encontró en internet a una perrita igualita a Muñeca, a tres horas de donde vivíamos. Fuimos a Iowa por ella. Era como si Muñeca hubiera regresado en forma de ángel. La llamamos Mía. Al llegar a casa, todos lloramos. Fue una bendición para nuestros corazones rotos.
Gracias a Muñeca, soy una mujer más fuerte. Ella me enseñó a seguir adelante. Y aunque ya no esté físicamente, sé que siempre estará conmigo.